Este escrito es la continuación a mi última Carta del Domingo: Hay amores que matan.

Hoy, hace veinticinco años, se clausuraron los Juegos Olímpicos de Barcelona 92 cuya nostalgia me embriaga y no sólo por el recuerdo de la juventud huida, y la salud quebrada, sino porque aquella tarde viendo el Camp Nou hecho una miríada de banderas nacionales tuve la falsa sensación que el envite nacionalista había sido vencido y, precisamente, en el sancta sanctorum  de lo que dijo Manuel Sánchez Montalbán: el Barca era el verdadero ejército de Catalunya.

Diecisiete días antes estuve con mi mujer, y mi hija, en el último ensayo general de la inauguración en el Estadi de Montjüic lleno hasta la bandera. Cuando salieron los figurantes con la enseña nacional todo el público se levantó y aplaudió sin tener que ser el príncipe de Asturias su portaestandarte. Lejos quedó, dos años antes, la pitada al rey organizada por la JNC en el acto inaugural del Estadi restaurado.

Recién estrenada la noche soplaba una brisa agradable bajando por las escaleras del paseo María Cristina. Volvía a casa feliz pensando que los nacionalistas tenían razón en su temor de que los Juegos les iban a convertir en azucarillo soluble. Eran indepes vestidos con piel de cordero.

Unos años antes Jordi Pujol había aceptado ser el Mejor español del año, premio honorífico entregado por ABC de Luis María Ansón. No sé si cínico, pero el ex Molt Honorable jugaba con dos barajas: la baraja de sota, caballo y rey; y el póker laborioso de las hormigas preparando el envite.

En política funciona le ley de los vasos comunicantes emocionales: si tu estás alegre tu contrincante está triste, en el ámbito de la confrontación. La política y el fútbol tienen algún punto en común por eso es el deporte rey. Un culé se alegra de la derrota madridista, y viceversa, hasta jugando a los bolos. La política y el futbol es pasión en estado puro (nadie cambia de color). Sólo te salva sino no te han inoculado ese germen que, como la gripe, se transmite en el ambiente que respiras. Somos menos libres de lo que creemos…

Bajando por las escaleras de la reina regente, viuda del rey Alfonso XII, era feliz como una perdiz. Igual que el día de la clausura lo estaban el rey y la reina, y Felipe González y Pasqual Maragall, y todos los que querían a España (no los indepes que maliciaban en voz baja que las sempiternas ojeras del alcalde eran las de un beodo). Con la satisfacción del éxito deportivo, político, urbanístico; que proyectó al mundo la imagen de Barcelona y la de España viajaban en el mismo avión supersónico.

Los indepes, disfrazados de corderos, cambiaron de táctica lo que había dicho el inventor del detective Carballo era una bella metáfora poética futbolística pero que no pasaba de del mundo de frase escrita en una columna de El Periódico.

Pujol ideó un plan más potente: el ejército para nacionalizar Catalunya tendría que nacer en la base de la sociedad: la escuela. Habría sembrar la semilla en la mente de los niños y los sembradores tenían que ser los maestros. No los futbolistas, el maestro tenía que ser el soldado de la nacionalización de los niños.

El eslogan era en conciliábulo: paciencia, mañana independencia. Y esa estrategia cogió con la guardia baja al Estado con la falsa ilusión de que el nacionalismo, indepe en su raíz, era residual tras ver el comportamiento de los barceloneses que transpiraban una alegría que contagiaba. ¿Pueblo oprimido? ¡Majadería supina!

Además, cuando en 1993 el PSOE perdió la mayoría absoluta por la primera gran crisis económica de la democracia, que estalló cuando los Juegos bajaron el telón, y CiU pudo esparcir libremente la semilla porque era el socio muleta que los socialistas necesitaban.

Las crisis económicas son la fábrica de los cambios políticos, por eso tres años después ganó las elecciones José María Aznar.

 

Roberto Giménez

PD: Me he quedado sin espacio para rematar el artículo. La puntilla será la próxima ‘Carta del Domingo’, si tienen a bien leer…