El Estado como eslabón piramidal superior, viene reflejado en el Art. 1.3 de la Constitución española: “La forma del estado español es la Monarquía”.

   El Catedrático de Derecho Constitucional M. Ángel Aparicio, indicaba que debería decir, “democracia representativa”. Al contario, se optó por esta interpretación histórica clásica que lo aleja del estricto gobierno, por razones, que no necesariamente podrían devenir exclusivamente de la peculiar transición política del periodo constituyente, y si de experiencias históricas previas de nuestra propia peculiar idiosincrasia política.  

  Por su parte el Art. 2 remarca el binomio Estado-nación, del cual predica su indisolubilidad, que afianza en el Art. 8 al  poner como garante al ejército, cuya figura máxima, obviamente es el Rey, con funciones básicas según el Preámbulo: promover “el bien general”, garantizar su soberanía, consolidando el estado de derecho y el consecuente imperio de la ley, al que debe someterse todo ciudadano, así como todos los “poderes públicos” (Art. 9.1) en una clara férrea defensa de los derechos fundamentales y libertades públicas, que a su vez, deben sincronizar de una forma plena y precisa con los tratados y acuerdos internacionales ratificados por España ( Art. 10.2)

  Obsérvese, en relación con lo indicado sobre el “ bien o interés general” expresado del Preámbulo,  como  nada más empezar a regularizar las diferentes instituciones, en su inmediato Título II, desarrolla primeramente las funciones de la Corona, poniendo al Rey como Jefe del Estado, verdadero símbolo de su unidad y arbitro de las instituciones (Art. 56.1), cuyas funciones básicas, serán guardar y hacer guardar la Constitución, las leyes, así como respetar los derechos de los ciudadanos y de las Comunidades Autónomas.

 Posteriormente, en el Título III, regula las Cortes Generales como representación del pueblo español, cuya función es controlar al Gobierno, poder ejecutivo este, cuya regulación esta en el Título IV, a quien se le encarga de dirigir la política interior y exterior, la administración civil y militar y la defensa del Estado, acorde a la Constitución y las leyes, quien refrendará los actos del Rey; es decir, el Rey, como es propio en las democracias modernas, reina, pero no gobierna. Ello parece una paradoja, no fácil de deslindar en cuanto indica acción, y a la vez pasividad. 

  Ambos, Rey y Gobierno, tienen encomendado pues la defensa del Estado, pero mientras la figura del Rey es inviolable, no sujeta a responsabilidad; tratamiento muy diferente a la posible “responsabilidad criminal” del presidente del ejecutivo y sus miembros del gobierno, que serían juzgados por el Tribunal Supremo (Arts. 56.3 y 102)

Primera premisa: el ejecutivo, pese a ser un miembro principal, la propia Constitución recela y se previene frente a posibles actitudes díscolas, delictivas o invasivas de sus miembros  frente al resto de poderes que le deberían hacer de contrapeso acorde a la teoría de Montesquieu  a fin de evitar abusos, puesto que la Historia reciente, nos ha demostrado que no necesariamente gobiernan lo “más cualificados”, ni que necesariamente miran por “el interés general”, y mucho menos que tengan “amor a la patria” como altruísticamente creían los Ilustrados, como demostró en breve el terror del despotismo.

  No obstante, caso de no respetarse el interés general del estado, ni de sus ciudadanos, en sus derechos fundamentales, o libertades públicas por parte del Gobierno, contraviniendo así el necesario respeto a la ley, afectando a la seguridad jurídica a base de causar arbitrariedades, ¿cómo se defendería el propio Estado ante esos posibles “intereses partidistas e incluso delictivos” del gobierno de turno?

   La respuesta, es obvia, aplicando el imperio de la ley a través del “Poder Judicial”, con las pruebas incriminatorias logradas a través de la policía judicial -compuesta por todos los cuerpos del estado- que tenderán a restaurar la plena democracia de derecho, con sus valores y principios de libertad, justicia e igualdad. No es casual ni ocioso, que tanto los separatistas, como últimamente el propio gobierno, le tengan tanta alergia a dicho poder, e intenten degradarlo.

  No respetar la Constitución, alterándola en aspectos esenciales, hace saltar las “alarmas” y pone en marcha, mecanismos neutralizadores. Ejemplo claro, sería aplicar indebidamente la “amnistía”,-reservada para casos muy extremos acorde al genérico y estricto “statu quo” internacional-, máxime, si se hace con unos fines ilegítimos específicos, cual sería el caso de pretender beneficiar exclusivamente a quienes fueron condenados, o son prófugos de la justicia por intentar erosionar y destruir precisamente al propio Estado y la soberana integridad territorial, todo ello además realizado exclusivamente para garantizar una legislatura a una persona y partido político en concreto, que esperpénticamente, a modo de carcomidas muletas, se apoya en esos siete votos dados a cambio por esos parias constitucionales, quienes pasan por arte de magia, resultado directo de ese abuso democrático, a “regir los mismos destinos del país que odian”, y que en consecuencia,  no son exactamente los intereses generales, ni obedece a los principios y valores, incluyendo la igualdad de todos los ciudadanos. Si además, para ese amoral fin, se  atenta,  contradice, y  menosprecia al máximo órgano del Poder Judicial y sus resoluciones firmes, pretendiendo justificarlo con un  anómalo e inusual enfrentamiento con otro esencial Tribunal, ahora politizado como es actualmente Constitucional, – que además, no  forma, ni es propiamente parte de dicho poder judicial-  es cuando el propiamente Estado, “sin correr el sutil  velo de la invisibilidad”, por razones de estado, valga la redundancia,  toma verdaderas cartas en el asunto, 

  El débil profano alegato, de que “todo lo que no está prohibido, estaría permitido”, si bien es un principio general de derecho, no lo es en una correcta y estricta interpretación constitucional; puesto que, además, en el proceso constituyente, hubo dos ponencias sucesivas que pretendieron reflejar dicho derecho excepcional de máxima gracia, y que fueron consecuentemente rechazadas por los padres constitucionales. Tampoco supera un estricto “balancing” de los intereses en juego: “siete meros votos para permitir una peculiar legislatura”, en contra del evidente interés general del derecho de igualdad de todos los ciudadanos en cuanto a tipicidad, e incluso contra la fuente de la costumbre y del propio derecho internacional. Obsérvese, que incluso la figura jurídica inferior en rango, el “derecho de gracia de los indultos” acorde a la ley, genéricamente, estaría vedado en las potestades constitucionales propias del Rey. Una máxima de Montesquieu decía: “todo lo que la razón no admite, no es válido”.

  Una cosa es alterar anómala y torticeramente el Código Penal en cuanto a graves delitos ya sentenciados, burlando así la legalidad vigente para favorecer a unos concretos reos; o incluso, llegar a alterar la malversación de caudales públicos, bajo la peregrina falsa premisa que en Europa estaban menos penados, -falacia que ahora observamos que  impide aplicársela a los fugados de la justicia precisamente en base al derecho europeo-; y otra cosa muy diferente, es alterar la norma esencial y superior que representa la Constitución,  pues en ella, descansan valores universales, metas supremas logradas con sangre, sudor y lágrimas por la Humanidad, que fue lo único que trajo y logró la “seguridad jurídica y la paz social” al ser verdaderas y vitales “normas de juego”; pongamos por ejemplo el futbol: si se alteran maquiavélicamente, darían un margen mayor para usar la rudeza, podría seguir siendo un juego, pero más bien en este caso de duro rugby. Otro ejemplo, ahora histórico: si se hubieran respetado las normas de la Constitución republicana de 1931, no hubiese habido seiscientos mil muertos en ambas cunetas, que no solo en una, como se pretende populistamente mantener en la desmemoria histórica. 

  En definitiva, ese “solo aparente diluido e invisible Estado, deja hacer al ejecutivo y legislativo”; pero si ambos, contraviniendo el interés general, empiezan a generar y amenazar con una  clara “distopía” a esa sociedad  a la que  dicen representar, pero que en realidad  distorsiona y enfrenta, a la vez que degradan al mismo Estado de derecho y a la democracia real imperante -acorde a los valores universales en la que se legitima-, ese Estado soberano, como cualquiera que se precie,  ahora pasando a actuar como verdadera “máquina de limpieza”, se encarga de reciclar, seleccionar y triturar toda esa basura y fango generado que pilla por delante como si haría  una escoba, algo así, como la en su día popular canción de los Sirex, con la diferencia, que lo hace de una forma lenta, actuando solo como último recurso y en legítima defensa- , pero con la eficacia inexorable demoledora  propia de una apisonadora.

José Manuel Gómez