Foto de Vlad Chețan

¡No somos conscientes de lo mal que está construido nuestro entorno hasta que nosotros mismos nos encontramos con el problema!

Desde que soy madre, me he enfrentado a situaciones incómodas en las que, estando sola con un niño de 3 años y un cochecito de bebé, hubiera precisado ayuda de otra persona para poder acceder a muchos comercios e instalaciones. 

Me dispongo a ir a comprar pan. Justo en la entrada, entablo una lucha con un bordillo de unos 30 centímetros que debo escalar con el cochecito mientras le doy la mano a mi hijo mayor, al tiempo que estiro todo mi cuerpo sobre el carro para poder abrir la puerta hacia adentro. La gente me mira  asumiendo mi torpeza a la hora de cruzar una puerta sin mostrar intención de ayudarme en la mayoría de los casos. Una vez que consigo entrar, resoplo, y la gente continúa con sus cosas sin darle importancia al asunto. 

No quiero imaginar cómo debe ser esta misma situación para personas con diversidad funcional, personas de edad avanzada o movilidad reducida. Es muy común encontrarse con que estas personas finalmente desistan de salir al exterior para hacer actividades de la vida diaria de forma normalizada, ya que es el entorno quien provoca que las personas no puedan hacer sus actividades cotidianas. Cada vez más a menudo pienso que es la propia sociedad la que discapacita más todavía a este colectivo que, con un entorno favorable, sería capaz de llevar una vida normal. Yo, y supongo que muchos de vosotros, nos encontramos cada día con contextos difíciles de superar. Aparcamientos estrechos sin espacio para sacar del coche los carros o las sillas de ruedas, con escaleras para los peatones, acceso a comercios sin rampas y/o con altos bordillos o escalones, puertas manuales que dificultan la entrada, pasillos estrechos o con obstáculos que impiden el paso o cualquier maniobra, iluminación insuficiente para personas con dificultad visual o indicaciones pobres para que cualquiera pueda ubicarse.

No podemos olvidarnos en este punto de las construcciones urbanas (aceras estrechas repletas de impedimentos como farolas o maceteros, pasos de peatones sin rampa, falta de señalización acústica en semáforos y parques no adaptados a niños con diversidad funcional, entre otros). Echando la vista atrás, es cierto que cambiar lo que ya está hecho es algo complicado, aunque no imposible, pero de aquí en adelante sería bueno que tanto la gente a nivel particular como las administraciones fuéramos más conscientes de nuestra realidad, una realidad en la que convivimos personas con distintas capacidades, y por ello es necesario tener en cuenta a todo el mundo a la hora de diseñar y construir un entorno en el que tengamos las mismas oportunidades sin importar cómo seamos.

Tal y como afirmó el Grupo de Investigación, Análisis y Trabajo (GIAT) sobre Discapacidad, «todos y todas tenemos capacidad de hacer muchas cosas, pero cada una a su ritmo y con el apoyo y las adaptaciones necesarias. Así, el resto de ciudadanas y ciudadanos que integran la sociedad tomarán conciencia de que, si ellos no nos ponen barreras físicas y sociales, nosotros no seremos personas discapacitadas».

Anna Núñez García

Granollers