Cuando hace tres años se inició el confinamiento con motivo de la pandemia, muchos pensamos que esa experiencia traumática colectiva por su carácter extremo podría actuar como el activador de una corriente de sensibilización solidaria generalizada, e incluso como un revulsivo para superar el descrédito de lo público, tan nocivo para la sociedad. Ahora, con la perspectiva de los tres años transcurridos, sabemos que no ha sido eso lo que ha ocurrido, aunque no todo haya sido negativo: se han fabricado y distribuido vacunas en tiempo récord; las nuevas tecnologías y el teletrabajo nos han ayudado a superar muchas dificultades; y la Unión Europea ha respondido con un plan de ayudas económicas razonable, pesea a que la Invasión de Ucrania no nos haya permitido notar sus efectos al sumirnos en una nueva crisis.
Pero, lamentablemente, por el camino también hemos constatado cómo desde el poder se daban con indicaciones contradictorias e insensatas; cómo se abandonaba a los ancianos a su suerte o se les sacrificaba como mal menor, negándoles posteriormente incluso el debido homenaje y recuerdo; como países comunitarios vecinos se apropiaban de material sanitario destinado al nuestro; cómo muchos partidos políticos instrumentalizaban en beneficio propio una crisis sanitaria que era mundial; como las distintas administraciones improvisaban y actuaban descoordinadamente y cómo, en lugar de cooperar, entraban a menudo en conflicto; cómo la sanidad dejaba al descubierto sus miserias, desmontando el mito de su calidad envidiable; como el sistema educativo colapsaba a todos los niveles desconcertando y extenuando a sus profesionales con instrucciones erráticas, insolventes o inaplicables; cómo algunos allegados a nuestros representantes políticos hacían pingües negocios con la desgracia ajena; cómo no se elaboraban nuevos planes de prevención a partir del análisis riguroso y crítico de los errores cometidos y cómo no se asumían responsabilidades;…y podríamos seguir. En definitiva, muchos despropósitos que la situación de emergencia vivida no justifican y que desde luego no han contribuido a aumentar el crédito de las instituciones públicas entre los ciudadanos. Pero para redondear faltaba la guinda: la famosa “cita previa”.
Durante los momentos más crudos de la pandemia, todos aceptamos una medida que contribuía a evitar las aglomeraciones y, por tanto, a reducir el riesgo de contagio, pero pronto comprobamos cómo las administraciones cronificaban esta práctica ya sin justificación. La cita previa había llegado para quedarse. No ha sido el único abuso: el personal laboral del sector público se ha ido reincorporando muy lentamente a la actividad presencial y, cuando lo ha hecho, ha sido de manera parcial, porque normalizado el teletrabajo se ha normalizado en este sector, a pesar de saberse que esa medida redunda en una pérdida de eficacia y en un peor servicio al ciudadano. Esta sobrerreacción interesada y ventajista a la COVID por parte de los gestores y trabajadores públicos ha producido malestar y reacciones de ira entre los ciudadanos, que ven cómo se ha instrumentalizado la desgracia de la COVID para acumular nuevos privilegios y dar un peor servicio, y la cita previa es el más claro estandarte y compendio de todo ello.
Se trata de un abuso en toda regla por muchos motivos. Para empezar, el primero y más obvio, es que ya no hay razones sanitarias que la justifiquen. Pero, es que además, los procedimientos establecidos para conseguir una cita son casi siempre telemáticos y, tan absolutamente abstrusos e insatisfactorios -prueben si dudan de ello-, que parecen pensados para disuadir al ciudadano de contactar con la administración pública. Entrar en una página de la administración con ese propósito comporta someterse a sucesivas sesiones de un maltrato tan frustrante, refinado y perverso, que la mayoría acabamos sumidos en un perturbador estado de impotencia y derrota. Basta hacer un rápido sondeo entre los allegados para recoger testimonios delirantes al respecto.
Tan difícil es conseguir citas previas, que ya ha aparecido un ejército de expertos en la materia que ofrece fraudulentamente sus servicios a ciudadanos fracasados por 50 o 100 euros la cita. Pero lo más hiriente del tema es que a quienes más urge conseguir muchas de esas citas son con frecuencia personas sin medios electrónicos adecuados, o que tienen muchas dificultades para usarlos. Si la COVID comportó un trato injusto a los ancianos colindante con el desprecio, esta exigencia lo perpetúa. Por otra parte, la cita previa -con sus dificultades asociadas-, dilata todas las gestiones y genera constantemente retrasos en el cumplimiento de los plazos, dificulta las consultas relativas a los trámites a realizar y, en consecuencia, favorece la multiplicación de los errores y la repetición de gestiones, provocando una absurda pérdida de tiempo. La cita previa, por todo ello, acaba convirtiéndose en una nueva fuente de desigualdad, porque privilegia al competente digital en perjuicio del ciudadano vulnerable sin esa competencia.
Pero lo más grave, es la ilegalidad de esta práctica ya institucionalizada es según parece ilegal e inconstitucional. Así lo han denunciado -como comenta The Objective (12-3-2023)- diversos juristas porque viola el artículo 4.2 del Código Civil, que indica que no se puede aplicar legislación excepcional cuando no se dan las situaciones especiales que la han motivado y, por otra parte,porque infringe los principios de simplicidad, claridad, proximidad y servicio efectivo a los ciudadanos, que deben presidir las actuaciones de las Administraciones Públicas (art. 3 de la Ley 40/20145). Estos expertos consideran tan evidente esta vulneración de la ley que proponen denunciar mediante un escrito certificado a la administración a la que va dirigida la queja, y también al Defensor del Pueblo. Ahora que hay elecciones estaría bien exigir a los partidos políticos que se posicionen ante este nuevo alejamiento entre las administraciones públicas y los ciudadanos.
Enrique Jimeno
Regidor y portavoz de Ciudadanos en Cardedeu