El día del 6 a 1 de orgía culé un viejo amigo, y empresario, de BCN que estaba viendo el partido en un bar de Albacete durante un viaje de trabajo con un socio parisino del PSG. El francés quedó ojiplático al ver que el personal de la cantina estalló de jubilo cuando el delantero uruguayo del París Saint Germain metió el gol que obligaba a los blaugranas a hacer la machada sin minutos en el reloj. El francés se extrañó al ver que estaba rodeado de tantos tífosi galos en la tierra de San Andrés Iniesta. No entendía nada.
Le voy a explicar el por qué. No con una comparación de un pasado no muy lejano sino con una metáfora. El distingo entre comparación y metáfora es importante porque, gracias a Dios, en Cataluña no se ha dado el terrorismo separata vasco
A principios de 1980 el profesor de política en la Facultad de Periodismo nos explicó una historia que me inquietó, y que no he olvidado. Nos dijo que era un secreto de Estado que no podía llegar a oídos de ETA porque, si llegaba, los efectos del terrorismo serían demoledores contra la voluntad de la conciencia nacional de impedir que los criminales se salieran con la suya, que era romper España. La epidermis de España tiene la dureza diamantina contra quienes pretenden romperla, dantes y ahora.
Lo que había detectado la encuesta encargada por el Cesid que conforme se iban produciendo atentados fuera del País Vasco (entonces se centraban en Madrid), eran más los españoles que cambiaron su percepción del terrorismo y ensancharon la base social que de muy minoritaria pasó a ser minoritaria (y así quedó), de quienes opinaban que para acabar con la sangre lo mejor sería abrirles la puerta…
El profesor nos dijo que si los etarras conocieran esta delicuescencia emocional, el terrorismo golpearía con más fiereza al resto de España.
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Esta reflexión sirve para Cataluña. Los catalanes que hasta hace pocos años éramos bien vistos personas serias y educadas, que no montábamos escandalera cuando viajábamos por las Españas.
El obispo Torras i Bages decía que el catalán era práctico, moderado, tenaz y de pocas fantasías.
La España culta nos consideraba los españoles más europeos. Era la imagen que teníamos hasta hace cuatro días. Años ha y desde siempre, a los catalanes se nos envidaba porque éramos el soplo europeo que llegaba a la península. No seré tan presuntuoso de decir que se nos admiraba, pero sí que se nos tenía un respeto señorial. De un catalán te podías fiar
La frontera francesa no era una barrera, como los Pirineos centrales son para Aragón, sino una puerta de entrada por la que llegaba los vientos de modernidad europea. No diré que se nos amara por eso, pero sí que se nos respetaba y en el fondo se nos envidiaba porque el 15% del censo producía el 20% del PIB nacional. Josep Torras i Bages no sólo era un obispo sino un escritor que conocía la tierra que le había parido, Vic.
Por eso es tan importante que los catalanes que no queremos dejar de ser españoles, lo digamos alto y claro. No podemos permanecer silentes. Que el resto de españoles sepan que la Cataluña separata es una parte, pero no la mayor. Son mayoría en el Parlament, pero no son mayoría social: conseguir un escaño en la provincia de BCN cuesta el triple que en Tarragona, Girona o Lleida (Trump ganó las elecciones con dos millones de votos menos que la depresiva demócrata).
El odio no es lo contrario que el amor. Lo contrario es el desprecio, cuyo escalón anterior es la antipatía. No hay desprecio pero sí que mi parabólica detecta antipatía a todo lo que huela a catalán. No es desprecio y mucho menos odio como ocurrió en la antigua Yugoslavia entre serbios y croatas, y viceversa; y que acabó como el rosario de la Aurora.
La mayor felicidad que podría tener si España pudiera ser encarnada en la persona del padre, incluso más que la recuperación económica, sería la parábola del hijo pródigo, aunque hubiera un hermano que se quejara a su padre…
Roberto Giménez