
El 7 de febrero de 1497 seguidores de Girolano Savonarola recogieron y quemaron públicamente miles de objetos en Florencia durante la fiesta del martes de Carnaval. Era un día importante dentro del calendario porque finalizaba todo aquello que hoy catalogamos de políticamente incorrecto. Los excesos se acababan la madrugada del martes de Carnaval. Al día siguiente, miércoles de ceniza, el clasicismo se imponía al barroquismo y la sociedad se preparaba para la Cuaresma. El objetivo de quemar todos aquellos objetos era eliminar el pecado de la sociedad florentina. Los participantes de la orgía dionisiaca recogieron espejos, maquillajes, vestidos refinados, instrumentos musicales, libros considerados inmorales, manuscritos con canciones seculares y cuadros.
Savonarola era confesor de Lorenzo de Medici -el príncipe del Renacimiento- y predicó contra el lujo, el lucro, la depravación de los poderosos, la Iglesia, contra la búsqueda de la gloria y la sodomía. El Papa Alejandro VI -Rodrigo Borgia- mando ejecutarlo el 23 de mayo de 1498.
Aquel acto se conoce en italiano como falò delle vanità. En castellano hoguera de las vanidades. Escribe el rey Salomón en el Eclesiastés (1:2-3): “Vanidad de vanidades; todo es vanidad. ¿Qué provecho queda al hombre de todo el trabajo con que se afana bajo el sol?”. Y a continuación (2:3): “Resolví en mi corazón regalar mi cuerpo con el vino, guiando mi corazón con la sabiduría y entregarme a la necedad para ver dónde está la felicidad para los hijos del hombre, y lo que hacen debajo de los cielos durante los días de su vida”.
Vanidad y necedad se entremezclan en este párrafo del rey Salomón, como en la frase de Jonathan Swift: “Cuando un verdadero genio aparece en el mundo, lo reconoceréis por este signo: todos los necios se conjuran contra él”.
La vanidad es arrogancia, engreimiento y percepción exagerada de la soberbia. Mientras que la necedad es todo aquello que se hace o dice encontrando o repugnando las costumbres de cortesía o lenguaje político. Vanitas vanitatis.
Nos encontramos ante lo que podríamos catalogar como amistad peligrosa. Todas lo son y se convierten en un camino sin retorno. Porque como en nuestra propia vida caminamos, experimentamos y continuamos nuestro camino.
Todo esto está ligado al arte de la política y al arte de la cocina. Ambas son arte, aunque algunos hallan desprestigiado el primero y ennoblecido el segundo. Como escribió Miguel Delibes: “Para el que no tiene nada la política es una tentación comprensible, porque es una manera de vivir con bastante facilidad”.
Y estos han sido los que han desprestigiado una pasión que muchos llevamos dentro. Porque, aunque muchos no actúan así, tal y como dijo Jonathan Swift: “El arte de gobernar no requiere en realidad otra cosa que diligencia, honestidad y un moderado porcentaje de simple sentido común”. Y ya se sabe, el sentido común es el menos común de todos los sentidos. Vanitas vanitatis.
Tanto la política como la cocina es un estallido de sentimientos. Tanto la una como la otra pueden definirse o identificarse con: pasión, emoción, affaire amoroso, gusto, tacto, olfato, intensidad, fervoroso, carismático. Todos estos sentimientos los podemos resumir en tres: volátil, efímero y permanecer en el tiempo. Así es la política y la cocina.
Esta simbiosis de adjetivos confluye en estas dos experiencias vitales. La comida nos sirve para disfrutar y sobrevivir y la política es la concatenación estérica de las pasiones. Un plato nos entra por la vista, por el gusto y por el olfato. Lo mismo ocurre con un buen caldo. Una vez el alimento es ingerido nuestro organismo no sabe lo que hemos comido. Para nuestro estómago es una masa de hidratos de carbono, vitaminas, proteínas… Lo mismo ocurre con la política. El sentido, el gusto y el olfato se entremezclan diariamente. A parte ha de añadirse el sentido común. Al igual que una comida demasiado copiosa la política se digiere con mayor o menor trabajo. Los jugos gástricos ayudan mucho a apaciguar ciertas cargazones. Algunas indigestiones no se olvidan nunca, igual que aquellos excelentes manjares que hemos degustado a l largo de nuestra vida. De ahí que esta simbiosis a algunos los atrape de por vida y otros prefieran abandonar y suprimir estas pasiones de sus vidas. Vanitas vanitatis.
Una hoguera de la vanidades que muy pocos llegan a descubrir con el paso de los años. La vanidad hecha política y cocina. La implicación de una con la otra es un hecho substancial. Muchas decisiones se han tomado delante de un plato y muchas recetas se han fraguado mientras se estaban cocinando decisiones políticas. Esta dicotomía está perfectamente unida en los personajes que se incluyen en este libro. Unos personajes vinculados a la política, pero no ajenos a la gastronomía.
Todos somos víctimas de la buena mesa y de los buenos caldos. Y apartar esto de nuestra vida cotidiana es negar una realidad. Aunque uno quiera hacer lo mismo que Savonarola sucumbe al buen llantar. Decía Jonathan Swift: “Un partido político es la locura de muchos para el beneficio de unos pocos”.
Es una realidad a medias. El beneficio de todos es sentarse en una mesa y poder departir con buenos amigos cualquier manjar exquisito o el más simple de los platos. La grandeza de la cocina o el secreto de un plato consiste el algo muy sencillo: con quién compartes mesa.
Compartamos esta imaginaria mesa con los personajes que hemos escogido y degustemos estos exquisitos platos y vinos. Dejémonos llevar por la vanidad.
Y, como ocurre comúnmente entre los mortales, los hombres nunca están tan serios, pensativos y concentrados como cuando están en el retrete. Esta es la segunda parte de nuestra historia. La primera está vinculada con la política y las pupilas degustadoras de nuestros protagonistas. La pasión, la emoción, el gusto, el tacto y el olfato se entremezclaran a los largo de estas páginas llevando la vanidad a las cotas más extremas de un abismo que, como Savonarola, siempre será efímero, pero permanecerá en el tiempo. Vanitas vanitatis.
César Alcalá
Historiador