Así como las leyes de la naturaleza se basan en los principios de la física descubiertos por el inglés Isaac Newton, y la química del francés Louis Pasteur. La política tiene los suyos, que son de otra naturaleza: los económicos. Las grandes revoluciones, la francesa y la rusa, estallaron por la falta de un bien tan básico como el pan. Las mujeres salieron a la calle en París (1789) y San Petesburgo (1917).
En España, también: la primera crisis financiera del capitalismo español estalló en 1866, y dos años después la reina Isabel II, y su madre María Cristina, tuvieron que exiliarse a París dando pasó al sexenio democrático que ha pasado a la Historia con el hipnótico nombre de La Gloriosa.
Esta semana, sin ir más lejos lo hemos comprobado en las elecciones del Reino Unido. Las encuestas arrojaban un resultado incierto: un empate técnico entre las dos grandes fuerzas del bipartidismo británico, los conservadores y los laboristas…
¿Por qué han recibido la mayoría absoluta el partido de David Cameron? La respuesta a esta pregunta política está, como no, en la economía: porque Gran Bretaña ha dejado atrás la crisis económica y ha reducido a menos de un 6% la tasa de paro. Algo increíble si lo comparamos con España. Una envidia.
En nuestro país los indicadores económicas son de mejora, pero en España tenemos dos tipos de problemas que no tienen los habitantes de la pérfida Albión: la mejoría sólo ha llegado a una minoría de trabajadores, y la segunda igual de nociva que la primera: la percepción de que la corrupción es como aquella marea negra del Prestige que ha manchado los partidos del establishment. Que ha llegado la hora de abrir las ventanas para airear las habitaciones estancas.
Pero este domingo no quiero hablar de España sino de lo que ha pasado en Escocia como espejo de un imposible que Catalunya debería ver. Nicola Sturgeon, la nueva líder del Partido Nacionalista Escocés (SNP), ha barrido en Escocia no con un mensaje independentista (se ha olvidado de reclamar otro referéndum, tras la derrota de hace seis meses), sino de defensa de los intereses de todos los escoceses, sean unionistas o nacionalistas. Y eso es lo que le ha convertido casi en un partido único. Ha borrado del mapa hasta a los laboristas…
Ese mensaje es el que le dio a Artur Mas la presidencia de la Generalitat en las elecciones de 2010. En el 2012, levantando la bandera soberanista, soñaba con la mayoría absoluta, y perdió doce escaños. Hoy las encuestas vaticinan que con la estelada volverá a perder otros tantos, porque se ha alejado de aquel mensaje de la Catalunya dels Millors de hace cinco años.
El problema de Artur Mas es que ha quedado atrapado. Preso de sus grandilocuentes palabras en un bucle empellado por un poder fáctico que no controla, y que lo lleva al despeñadero: los somiatruites de la ANC; o si lo prefieren el triángulo de las Bermudas de la Forcadell, Muriel y Vila d’Abadal…
Roberto Giménez