by valles | febrero 15, 2015 7:40 am
[1]El pasado 25 enero se cumplió el treinta aniversario de la muerte del ceramista artístico Antoni Cumella. Hombre de sangre caliente, el corazón se le heló con 71 años. No le conocí. Las cosas que sabía de él me la habían contado los popes del Vallés, que no eran precisamente amigos suyos. Que no tenían relaciones era evidente, pero guardaban un distante respeto hacía su persona y obra. Era el artista granollerense más internacional del siglo XX.
Cumella se calificaba como un anarquista cartesiano. Tenía motivos personales, no sólo ideológicos, para abominar del franquismo: acababa de recibir una beca de la Generalitat para ir a París para perfeccionar su arte. Tenía el billete para coger el tren en la estación de Francia de Barcelona con destino a la ciudad de la luz, a la capital artística del mundo, pero el sueño se hizo trizas como el impacto de un tiro sobre el espejo. El sueño se convirtió en una pesadilla real. En lugar de disfrutar de la bohemia que le esperaba en el norte, cogió el fusil y se fue al oeste con la Columna del Vallés a pegar tiros en el frente de Aragón, tenía 23 años. A los 40 años le devolvieron el pasaporte para que pudiera viajar a París o donde se le antojara.
Al margen de la política tenía motivos personales para vivir en un exilio interior. Su casa Taller en la calle Girona, esquina la carretera del Hospital, era una república independiente, una universidad por la que pasaban como pedro por su casa pintores, músicos, literatos o arquitectos como Tàpies, Cuixart, Monpou. Yepes, Bonet o Sartorio. Estos nombres me los dio su hijo en una Carátula en que tuve que sudar tinta china para ganarme su confianza.
Entiendo las calabazas que dio al alcalde Llobet. Le ofreció que fuera el primer director del Museu. El alcalde pensó que nadie mejor que un artista tan reconocido para dirigir un Museo que guarda el legado histórico artístico de la ciudad. La oferta le hizo ilusión, de entrada le dijo que sí, pero fue que no. No quiso aceptar el honor porque el nombramiento venía de un alcalde franquista, además el Museu se había construido sobre el solar de una institución mítica en la Granollers de antes de la guerra: la Unió Liberal. El ateneo popular en una época en el que el Casino era el de los señoritos.
Llobet quería que el Ayuntamiento tuviera una obra suya y que mejor que en la mesa de arco de sala de plenos municipal. Pensó en una cerámica a modo de friso en el que el artista volcara su arte de maestro alfarero con una alegoría de Granollers y su gente, o si prefería un epigrama labrado sobre la piedra, que hiciera lo que quisiera, el artista era él. Igual que en el Museu la sugerencia le hizo gracia, pero le volvió a decir que no.
Cumella apreciaba a Llobet, todo el mundo que lo conoció le apreció, y aunque tenía un carácter arisco de hombre esculpido a mármol por el destino que le había tocado vivir, no le dijo lo que pensaba: que nunca iba a hacer ningún encargo para una administración franquista. Él, que no se cortaba ante nada ni nadie, nunca le dijo porque declinó el encargo que perdió la ciudad, porque en los seis años que vivió con el ayuntamiento socialista, al alcalde Ballús no se le ocurrió ofrecerle esa prez.
Una tarde hablando con Llobet de estas dos calabazas de Cumella el exalcalde me soltó esta puntiaguda piedra de jade: un hombre de carácter tan fuerte como el ceramista si dos veces le dijo que sí y al día siguiente fue no, la culpa tenía que ser de una persona muy allegada, de quien dormía con él: Agnés Vendrell, una mujer nonagenaria pero aún guerrera…
Roberto Giménez
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